Capítulo 1
La mayoría de las veces no valoramos lo que tenemos. Nos obsesionamos con problemas triviales como las facturas, el trabajo y el dinero, y olvidamos disfrutar del día a día. No nos damos cuenta de que nuestra vida puede cambiar radicalmente de la noche a la mañana.
Eso es precisamente lo que me ocurrió a mí.
A mis cuarenta y cinco años, estaba en el mejor momento de mi vida, tanto personal como profesionalmente. Era uno de los auditores más destacados de mi compañía, llevaba quince años casado con Natalia, teníamos dos hijas preciosas de diez y siete años, vivíamos en un impresionante chalet de tres plantas que despertaba la envidia de nuestros vecinos y acabábamos de estrenar un BMW X6.
Al llegar a casa después de trabajar, me encontré a mi mujer sola. Me extrañó no ver a nuestras hijas y ella tenía una expresión preocupada.
―Tenemos que hablar ―dijo con voz seria.
Lo primero que pensé fue que tenía una enfermedad grave o algo similar, pero no podría haber estado más equivocado. Me hizo sentarme a su lado y me cogió de las manos en un gesto cariñoso. Luego las soltó, se recostó en el sofá cruzando las piernas y, con voz temblorosa, me soltó de repente:
―Pablo, esto es muy difícil para mí…, pero quiero el divorcio.
Me quedé sin palabras. El corazón me latía tan fuerte que parecía querer salirse del pecho. Miré fijamente a mi mujer, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. No entendía lo que estaba sucediendo.
Nos llevábamos bien, nunca discutíamos, teníamos una vida acomodada y no había percibido ningún indicio de que esto pudiera pasar. Ni remotamente.
―Pero ¿por qué? ¿He hecho algo mal? ―pregunté, aferrándome a tópicos.
―No, no es por ti… De verdad, no es por ti. Tú no tienes la culpa de esto.
―Entonces, ¿es que te estás viendo con otro? Porque estoy perplejo.
―Esa no es la cuestión.
―Claro que es la cuestión ―exclamé poniéndome de pie―. Llevamos juntos toda la vida, veintitrés años, y ahora me sueltas esto de repente… Creo que al menos merezco una explicación.
―He estado mal durante un tiempo y me ha costado darme cuenta de lo que me pasaba… Ya no podía seguir así.
―¿Que no podías seguir cómo…?
―Contigo. No quería seguir contigo.
―¿Es que ya no me quieres? ¿Cómo se puede dejar de querer a una persona de un día para otro después de tantos años?
―Claro que te quiero… Eres el único hombre con el que he estado, el padre de mis hijas…
―¿Y entonces? ¿Estás con otro?
―No, no estoy con otro…, pero tampoco te quiero mentir. He conocido a alguien, sí, aunque no tiene nada que ver con esto.
―Ah, que has conocido a alguien, pero no tiene nada que ver… ―dije irónicamente―. ¿Y se puede saber quién es?
―No lo conoces.
―¿Te has acostado con él?
―No, joder, no me he acostado con él. Te he dicho antes que nos estamos conociendo, pero lo del divorcio es otra cuestión. Te lo hubiera pedido igual aunque él no estuviera.
―Ya, seguro. ¿Y cuánto tiempo llevas «conociéndolo», si se puede saber?
―Mira, Pablo, no quiero seguir con esto. Creo que te haría más daño del necesario.
―Necesito saberlo. No puedes soltarme de repente que me dejas y no darme más datos. Me volvería loco.
―¿Qué quieres saber?
―Pues quién es, dónde lo has conocido, cuánto tiempo llevas con él…
―Es un chico del gimnasio. Llevamos hablando cinco meses. Un día me invitó a un café después de la clase de spinning y yo acepté, y… hasta hoy.
―Y ya está. Te tomas un café con un tipo y lo dejas todo por él… ¿Y cómo es? ¿Joven? ¿En qué trabaja?
―Pablo, no quiero seguir con esto…
―Contéstame, por favor…
―Es más o menos como nosotros, tiene treinta y cinco años.
―Es diez años más joven… ¿Y en qué trabaja?
―Tiene un concesionario de coches de lujo.
―Así que me has dejado por un vendedor de coches…
―Lo sabía, Pablo. Sabía que te ibas a poner así. No me siento cómoda hablando de él contigo.
―¿Y no te has acostado con él?
―No.
―Está bien, tendré que creerte. Lo dejas todo por un tipo con el que solo te has tomado algún café después del gimnasio. ¿Tú te lo creerías?
―Pablo…
―¿O es que habéis quedado más veces? ¿Cuándo os veis?
―Ya te he dicho que solo allí.
―¿Y él sabe que me vas a dejar por él? Porque supongo que no se esperará que dejes a tu marido si solo habéis charlado.
―Sí, está al corriente.
―Venga, Natalia, sé sincera y dime cuánto tiempo llevas follando con ese tipo…
―Pablo, aquí se acaba la conversación ―dijo mi mujer, saliendo del salón hacia la cocina.
Abrió el armario, sacó una infusión de tila y yo fui detrás de ella.
―¿Y ahora qué se supone que va a pasar? ―pregunté.
―Por las niñas, espero que lleguemos rápido a un acuerdo. Creo que lo mejor es que se queden aquí conmigo hasta que encuentres algo y luego podemos compartir custodia, una semana cada uno con ellas.
―Claro, para que puedas follar con ese sin preocuparte de las niñas la semana que no te tocan…
―Deja de decir tonterías, Pablo.
―Así que me pones los cuernos y tú te quedas con la casa, con las niñas y luego ya, si eso, compartimos custodia para que vivas de maravilla con ese tipo y con mi dinero…
―Mi abogada está preparando los papeles. No voy a discutir más contigo.
―Ah, que ya tienes abogada y todo… Muy bien. ¿Y ahora qué tengo que hacer? ¿Me voy de casa y me denuncias por abandono del hogar? ¿Me quedo y nos hacemos la vida imposible?
―Yo no te voy a denunciar por abandono del hogar, Pablo. Creo que me conoces un poco.
―Sí, eso creía, pero ahora ya no sé quién eres… Antes de irme, también tengo que hablar con un abogado, asesorarme… ¿Es lógico, no?
―Sí.
―Tranquila, esta noche dormiré en otra habitación. Yo también quiero que esto sea rápido, y me gustaría despedirme de las niñas.
―Sí, claro. Ahora voy a buscarlas a casa de mis padres.
En menos de dos semanas me vi en la calle, sin casa, sin mujer y sin mis hijas. Ese primer impacto no lo supe digerir bien y me vine abajo. Mi vida con Natalia se podía decir que era casi idílica y de la noche a la mañana me acababa de enterar de que mi mujer se había enamorado de otro y me dejaba por él.
Los primeros meses fueron un suplicio. Saqué un par de maletas con ropa de casa y me metí en el primer piso que visité de la inmobiliaria. Estaba céntrico, con dos habitaciones y cerca del trabajo, pero era muy viejo y olía a rancio. No tenía ganas de buscar más. Perdí ocho kilos en esas semanas, apenas comía, me costaba dormir, tenía ataques de pánico nocturnos, no limpiaba, no hacía la cama, y aquel lugar se convirtió en una pocilga.
Estaba tan jodido que incluso perdí las ganas de estar con mis hijas. Me daba asco que me vieran así o que me visitaran en aquel lugar deplorable.
Un día apareció Natalia, tenía muchas llamadas perdidas suyas que no había querido contestar y sin previo aviso se presentó en mi casa.
Recuerdo la cara de asco que puso cuando vio el estado de abandono y depresión en el que me encontraba. Ella estaba radiante, impecable, con una piel luminosa que nunca había visto en ella. Parecía realmente atractiva, como si no conociera a la mujer con la que había estado casado tantos años. Llevaba una americana oscura, camiseta blanca y unos pantalones vaqueros ajustados. Lo primero que hizo fue recoger la mesa y llevar el plato y el vaso al fregadero.
―Joder, Pablo, ¿qué estás haciendo? ¿Cómo puedes vivir así? Llevamos tiempo sin saber de ti, las niñas quieren verte…
―He estado ocupado…
―Esto es deprimente, menuda pocilga… ―dijo, apartando una silla para sentarse, pero se lo pensó bien al ver su estado y terminó quedándose de pie.
―No tengo ganas de buscar otra cosa, esta es mi casa ahora ―comenté dejándome caer en el sofá y encendiendo la vieja tele de tubo con el mando―. Y deja de recoger eso, coño, que a mí me gusta que esté así…
―Este fin de semana quería dejarte a las niñas, pero ya veo que…
―¿Te vas todo el finde a follar con tu nuevo novio?
―Déjalo, Pablo, ya las llevo
